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jueves, 2 de febrero de 2012

Lily


En su fuero interno, siempre se consideró como una puta. Vivía pendiente del móvil y en cada llamada concebía la esperanza de un cliente. Cuando esto ocurría, se la contrataba a domicilio, por horas, y cada ejecución de sus servicios respondía a demanda de cada uno de los clientes. Había que plegarse a la voluntad del que pagaba. Unos le insistían en el dormitorio, otros en la cocina, en la bañera, en la mesa del despacho, en el cuello de las camisas .... Tenía que demostrar, día a día, su profesionalidad.

El roto más grande que cada mañana aparecía en su corazón era no poder acompañar a su hijo al colegio. Le habría gustado ser como tantas de aquellas madres que preparaban la noche anterior el desayuno y la mochila con los libros y acompañaban a sus niños hasta la puerta del colegio, mientras repasaban la tarea en el trayecto. O disponer de los sábados para pasear por el Parque o por el Paseo Marítimo, cogidos de la mano, mientras escuchaba la versión de su pequeño relatando los consejos de la "seño" o las anécdotas de su compañero de círculo en el aula de la guardería. Pero el teléfono se imponía y la obligación le ayudaba a pagar las facturas a final de un maltrecho mes, siempre marcado por los círculos rojos que exigian el pago del alquiler, el agua, la luz y los plazos de cualquier artilugio adquirido, necesariamente, en la tienda de electrodomésticos.

A veces pensaba que, si supiera, podría escribir todo un libro, pues no en vano, nadie como ella conocía las interioridades de multitud de gentes pretenciosas que, sin embargo, atesoraban grandes miserias. Sus hábitos de vida, sus caprichos y manías más íntimas, el interior de sus viviendas, sus ropas y enseres: todo su mundo interior al descubierto del escaparate social que representaban. Pero sabía que su discreción, autoimpuesta como un secreto profesional similar al de la confesión, era la mejor garantía para sobrevivir en aquel competitivo mercado laboral sumergido.

El espejismo del país de las oportunidades se le quebró el mismo día en que aquel oriundo que se prendó de su juventud y belleza exótica, conoció la noticia de que había concebido un hijo suyo. Jamás volvió del trabajo para el que se había levantado aquella nefasta mañana lluviosa y ella tuvo que echar coraje y enfrentar su vida, y la que llevaba dentro, mientras intentaba hacerse entender en una lengua que tres meses antes le era totalmente desconocida. Aprendió con la rapidez que no se enseña en ninguna escuela, ni academia, sino en la universidad de la vida. Salió a la calle a comerse el mundo, antes de ser devorada por él, compró un móvil de tarjeta, puso pasquines en los troncos de los árboles que adornan las aceras y en todas las esquinas y se propuso esperar. Era todo lo que podía hacer.

Pronto comenzó a recibir solicitudes de hombres viejos que habían quedado viudos y su vida se convirtió, de repente, en precisada de atención. También, otros, que mantenían prestigio de rutilancia social; de algún que otro hombre de la iglesia y hasta de las mismas monjas de la Misericordia. Para unos, sólo eran trabajos ocasionales; otros le solicitaban servicios con más regularidad, incluso varios días alternos a la semana. Terminado el servicio, cobraba las horas al precio previamente convenido, se cambiaba de ropa y se marchaba. Con las monjas era distinto, pues tenía que lavar a mano los hábitos, dejarlos completamente planchados al pie de la cama, fregar de rodillas el suelo del convento y hasta baldear el patio de los restos de los dátiles espachurrados de aquellas palmeras centenarias que adornaban el jardín interior que, según le dijeron, habían sido plantadas por la Madre Fundadora, aunque el día que el Arzobispado decidió recalificarlo para construir pisos y las excavadoras entraron a saco arrancándolas, la madre superiora respondió a sus quejas manifestándole que seguramente no habían sido plantadas por la Fundadora sino por unos indianos propietarios anteriores del solar, que hacía un siglo hicieron una pía donación a la Congregación.

Había llegado a amar más a cada una de aquellas palmeras, de aquellos ficus, de aquellos rosales laureados, que a cualquier persona para las que trabajó. Quizá tuvo el sentimiento de que de todo lo conocido, de todos los lugares y personas en donde y para los que trabajó, eran aquellos árboles, aquel jardín interior, el único dueño que no prescindió de sus servicios de manera caprichosa y eventual, sino porque unos monstruos mecánicos y la avaricia de unas conciencias ensotanadas, al destruirlos y arrancarlos de raíz, la hicieron innecesaria.

Todo eso y más pensaba Lily, mientras se encaminaba en la cola de la Oficina de Empleo con aquel papel que le proporcionó el dueño de la última casa donde había encontrado trabajo y que el funcionario, tras sellarlo, le leyó resolviéndole sus dudas y dándole, al fin, seguridad: Seguridad Social.

3 comentarios:

KALMA dijo...

Hola Malvís! El lunes cuando vea a mi Flora se la enseño, seguro que te lo agradece. Sabes, al principio pensaba que hablabas de la profesión más antigua, luego me he dado cuenta que hablabas de otra, más que de puta, de putada, mal mirada y mal pagada. Ahora con la ley que han sacado... Es lo justo que estén dadas de alta, pero es la escusa perfecta para poner a varias de patitas en la rue, en fin, que me gusta que escribas sobre lo que pocos valoran.
Un besote y que tengas un buen finde!

P.D. La foto de la cabecera del blog con los olivos ¡Qué bonita!

Isabel Hernandez dijo...

Tiene razón Kalma, juegas al despiste con mucha maestría. Has hecho un retrato muy acertado de aquello que vemos todos los días, pero que no miramos.

pallaferro dijo...

Conozco a alguien así: sin seguro, sin contrato, sin paga. Me suena...

Sin embargo, tuvo la gran suerte de poder despertar cada mañana a sus hijos, vestirlos y acompañarlos al colegio. Todavía continua atendiendo las necesidades de la familia y los quehaceres de la casa. Y es que es algo que no tiene precio, porque no se paga con dinero. Sino que se ofrece por amor.

Un buen relatillo.


Publicación 2006
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