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lunes, 19 de diciembre de 2011

El barrendero de tristezas


Todas las mañanas, Ramón ve amanecer. Nunca supo lo que es fichar y el único reloj que marca el inicio y final de su jornada, es la luz del sol.

Algunos opinan que Ramón no es de este mundo. Lo dicen porque ama entrañablemente cada palmo de tierra, porque sigue abonándola con estiércol de su ganado, porque conoce cada árbol y cada matojo y cuando pasa entre las hileras de olivos, acaricia sus hojas con la misma dulzura que se toca el cabello de una hermosa mujer, pero sobretodo porque su forma de reir posee una característica única en el mundo, pues como si de un fogonazo se tratara, surge de su interior una risotada ingenua, atronadora y asombrosamente ensordecedora. Ante cualquier pregunta, contesta con una desconcertante carcajada estrepitosa. Cuando cree que la respuesta es innecesaria, se calla, pero cuando la cree necesaria piensa sobre ella. A veces tarda dos horas en contestar, pero otras tarda todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, ha olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Ramón le sorprende. Nadie comprende que se tome tanto tiempo para no decir nunca nada que no sea verdad, pues, en su opinión, todas las desgracias del mundo nacen de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.

Podría decirse que Ramón vive sólo con su perro Zapatero entre olivares que dan amparo a su humilde cortijo y que sólo va al pueblo una vez al año, por el día de la Fiesta Mayor. Por eso, le extrañó mucho aquella carta, tan urgente como imprevista, que le llegó del propio Alcalde. En ella le comunicaba un hecho extraño y solicitaba su ayuda y consejo. En apenas los tres años anteriores, el pueblo había cambiado más y más en su aspecto. Los viejos barrios de los Pilrreles, del Santo, de Las Eturas y el del Cercaillo, se derribaban y se construían casas nuevas. A la vera del río, en Chavayanque, se extendían chalets en filas interminables, que se parecían como un huevo a otro. Y como todas las casas eran iguales, las calles también eran iguales, monótonas, que crecían y crecían extendiéndose hasta el horizonte como un desierto de monotonía. Ya nadie encalaba de blanco sus casitas, no ponían macetas en los maceteros de las fachadas ni en los portales y zaguanes de sus casas que mantenían cerradas; no había bullicio de verbenas en los patios, ni corrillos de sillas en las puertas de las casas al anochecer.... Todo era monótonamente aburrido. Del mismo modo discurría la vida de los hombres que vivían en ellas, que no tenían alegría ni sonrisa para dedicarla a los niños y que su vida se volvía, cada vez, más pobre, más monótona y más fría.

De la misma manera, había aparecido por el pueblo una legión de extraños hombres que circulaban por las calles en elegantes coches negros. Eran hombres vestidos con trajes de un color gris telaraña que llevaban siempre, cada uno, un maletín gris plomo y que inundaron las calles de citaciones de procedimientos hipotecarios y providencias de embargos que colocaron en los parabrisas de los coches, puertas de las casas y hasta en los troncos de las fincas de huertas y olivares. Y, de repente, en todo el pueblo se había instalado un frío muy especial, como no lo había notado nunca antes Mágina.

Ramón apareció al día siguiente portando un escobón que había fabricado él mismo. El mango era una gran estaca arrancada del almendro del Cerrillo de la tía Manuela a cuyo extremo prendía, atado con tomiza, una gran retama. Y se puso a barrer despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración, una barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después, proseguía. Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí y la limpia detrás, se le ocurrían pensamientos, pero eran pensamientos sin palabras, pensamientos tan difíciles de comunicar como un olor del que uno a duras penas se acuerda, o como un color que se ha soñado. Pensaba en las mentiras que había oído todos aquellos años. Las de aquellos que las dijeron a propósito prestando dinero abundante, y las involuntarias de los que se las creyeron imaginando una vida de ambición y posesiones superfluas que cambiaría su apariencia y los haría mejorar igualándose a sus amigos de la gran ciudad. Y seguía barriendo...

Barría sin prisa, sin levantar la vista, porque si lo haces -pensaba-, ves que la calle no se hace más corta y empiezas a tener miedo hasta quedar sin aliento. Sólo pensaba en el paso siguiente, nunca más que en el siguiente. A menudo se paraba para arrancar los pasquines de las puertas de las casas y cuando sus dueños salían, les sorprendía con su risa estridente y retumbante. Y siempre tenía un rato para escucharlos. Ramón sabía escucharlos de tal manera que a la gente se le ocurrían, de repente, ideas inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda atención y simpatía. Sabía escucharlos de tal manera que la gente perpleja o indecisa, sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían, de súbito, muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y cuando todos ellos creían que su vida estaba totalmente perdida, que eran insignificantes ante los hombres de la Gran Crisis y que no eran sino unos más entre millones y que no importaban nada y se les podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, de modo misterioso mientras hablaban con Ramón, les resultaba claro que cada uno de ellos era, entre todos los hombres, único y por eso era importante, a su manera, para el mundo.

Y sólo una vez que hubo acabado de barrer el pueblo, Ramón habló. Fue cuando le preguntaron por su risa contagiosa  "Porque la risa es vida y la vida está en el corazón, y el corazón que ríe es LIBRE" , respondió mientras se iba.
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6 comentarios:

juancar347 dijo...

No hay corazones libres, sino infinidad de deseos que justifican cadenas y convierten la risa en llanto. Ramón es el anti-héroe, una clase de seres muy especiales de los que no abundan, quizás porque en un mundo de locos, los cuerdos no tienen cabida. Hay pueblos que cambian; otros, simplemente se dejan morir. Los primeros, porque en el fondo detestan ser Ramón, es decir, humildemente despiertos y penetran como funambulistas en la burbuja del mírame ahora, y los segundos, quizás porque cuando falleció el último Ramón, se encontró (como Dorian Gray) con el espanto de su propia estampa. De cualquier forma, quizás lo más parecido a un sueño en esta vida sea aprender, como Ramón, a mirar el sol para saber la hora sabiendo, de paso, que el tiempo, además de relativo, es un completo engañabobos. Un estupendo relato, Malvís. Lástima que este mundo de buitres no nos permita sacar provecho de su genuina moraleja. Un abrazo

Baruk dijo...

Si yo tuviera una escoba, cuantas cosas barrería

... y la de escobazos que repartiría!!

Otro buen relato a la saca!

Besines

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pallaferro dijo...

Creo que la escoba la usaba sólo para disimular, como un mero instrumento visible, como hace un mago con su varita màgica.

Porque la verdadera magia que limpiaba las tristezas estaba en su peculiar risa. La carcajada de Ramón: una risa que, partiendo de su corazón, contagiaba de alegría a quienes la oían. !Y vaya que si la oían!...

Entrañable relato, muy chulísimo.

Alkaest dijo...

Mira que si, un día, todos los "Ramones" del mundo se unieran y tomaran la escoba en sus manos...
¿Que pasaría? ¡Miedo me da pensarlo!

Salud y fraternidad.

Pilar Moreno Wallace dijo...

Sí, a veces echo de menos una escoba mágica ...
Hacia tiempo que no pasaba por aquí; me estaba perdíendo las últimas entradas. Una de las cosas que espero de la generosidad del 2012 es poder disponer de más tiempo. Quizás sólo quede en deseos que iré acumulando para más adelante.
También para ti y los tuyos un año nuevo positivo y fértil. Un abrazo.

cdeburgos dijo...

FEliz año Malvís, me gusta mucho esa risa de Ramón, espero que sea muy contagiosa.
Carlota


Publicación 2006
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