hola! bienvenidos

lunes, 19 de junio de 2017

Pan, pelota y chocolate.






En donde ahora vosotros veis un parque con terrazas de bares y columpios, en los años sesenta nuestra generación gozaba de una extensión yerma e inundada del alpechín que derramaba la fábrica de aceite de doña María. Era el comienzo de la "carretera vieja" que conducía hasta la "Quebrá" y nuestro único campo de fútbol donde nos adiestramos y entrenamos para intentar, sin éxito, vencer a los equipos de Torres y de Jimena. Allí donde Paquito y Mariano, hermanos pero rivales en la formación de cada equipo, sacaban a relucir su mala leche, donde Tomás ejercía de excepcional cancerbero cubriendo con éxito nuestra portería con poca habilidad pero con un tamaño descomunal que agotaba espacio y donde el rebote de la pelota en el charco de alpechín manchaba la indumentaria de los participantes que propiciaba la tremenda paliza de nuestras madres tras pronunciar aquello de ¡y ahora, a ver cómo quito yo esto!..

Cuando llegábamos de la escuela de don Manuel Quesada o de Don Francisco, nos faltaba tiempo para echar la cartera a volar bajo el grito: "¡Mamá, ya estoy aquí, quiero merendar!". Era como la liberación en busca de la libertad de la calle que habíamos perdido dentro del aula donde la educación se basaba sobre el fundamento de la disciplina y la autoridad del maestro estaba a la misma o superior altura que podía tener entonces la influencia de tu padre "si te ha pegado el maestro, algo malo habrás hecho".

Los castigos estaban tan presentes en el aula como el crucifijo que presidía la pared principal. El maestro te daba tu recompensa en la palma de las manos si no sabías señalar en el mapa mudo dónde estaba Palencia o te cazaba distraído hablando con el compañero de banca. Siempre había motivo para impartir justicia.

En la clase nos ponían firmes, nos mantenían en fila como si fuéramos aprendices de soldados, nos ordenaban cuándo entrar y salir, pasaban lista a diario y te revisaban las manos a diario a ver si tenías las uñas limpias. Había un cuarto oscuro, al que en nuestra mentalidad infantil asociábamos al "cuarto de las ratas", donde llevaban a los indisciplinados que no tenían remedio.

Por eso, no era de extrañar que cuando sonaba el timbre o la campanilla saliéramos corriendo abandonando la autoridad del colegio para recuperar la libertad que entonces representaba el campo de fútbol de doña María.

Lanzábamos la cartera y cogíamos el trozo de pan y la onza de chocolate negro con la pelota bajo el brazo. Muchos nos llevábamos la merienda porque sin ella no nos dejaban salir, pero acabábamos dejándola olvidada en el tranco de la puerta o en las piedras que colocábamos haciendo el marco de las porterías. Corríamos mientras le dábamos bocados al pan y masticábamos el polvo de la tierra con mantequilla o con aquellas lonchas de chorizo Revilla que se pusieron de moda en los anuncios de televisión.

Allí afuera no había límites y las normas las poníamos nosotros. Jugábamos con los amigos de verdad, los que nosotros habíamos elegido y no con los que compartían banca en el colegio.

Salíamos a la calle oliendo a limpio, a goma de borrar y a lápiz tal y como habíamos regresado de la escuela, y unas horas después regresábamos con las manos negras, la cara llena de churretes, los faldones fuera y las rodillas magulladas, convertidos en auténticos "cehomos", como nos llamaban nuestras madres. Y aunque no sabíamos lo que significaba eccehomo, que era el término correcto, ya nos imaginábamos que tenía que ser algo muy grave a tenor de la paliza con zapatilla que nos atizaban con el castigo de aquella noche y la promesa, siempre incumplida, de que no volveríamos a pisar la calle.

Y desde el otro lado virtual, me responde Paquito imaginando que a aquellos niños del  partido de futbol en la "punta de la carretera", Ildefonso Aguayo, por citar a un ilustrado, les hubiera dado una charla sobre la esperanza en la mejora de las condiciones de sus vidas, comentándoles, por ejemplo, cosas como que todos llegarían a tener un coche mucho mejor que el de Doña María, que con el tiempo no tendrían que ir al teléfono a pedir una conferencia con su padre en Pamplona, que ellos tendrían un teléfono chiquitillo en el bolsillo por donde no solo podrían hablar, sino también verlo en una pantalla chica, que en sus casa habría un baño mejor que el de la casa de Doña María y que no se pasaría frío ninguno en invierno ni calor en verano, que todos tendrían unas cocina que se encenderían con solo apretar un botón y sin leña, que tendrían un armario con frío para guardar la comida, que la cuadra de su casa sería un garaje para el coche,... Que en la tertulia del Hogar del Jubilado es conversación habitual la piel tan fina que ahora tiene la sociedad porque cuando te pegaba una galleta el maestro en tu casa no lo decías porque era muy probable que tu padre te diera otra mientras que ahora, la sola bronca verbal de un maestro, no solo provoca la reacción grosera y violenta del alumno, también la de su padre. Todo por una sobreprotección que no entendemos bien porque después de todo, en nuestras condiciones y contexto, tampoco salimos tantos tarados. Es más, aún las añoramos con nostalgia.

Que nos declaramos incapaces de predecir cómo será la vida de nuestros nietos pero, eso sí, estamos seguros que materialmente será mucho mejor que la nuestra, aunque no somos capaces de ponernos de acuerdo en si también lo será emocionalmente. Que nosotros, en fin, a pesar de todo, nos acordamos con añoranza del campo de fútbol de la carretera, de la "chilanca de la quebrá", de la cueva de la harina,..... en realidad, de nuestra infancia.




2 comentarios:

pallaferro dijo...

Un montón de agradables recuerdos de la infancia.

Y me acuerdo de unas acertadas palabras de Baruk que te decían:
"Al final, te das cuenta que la vida es así,
talmente como cuando salías al campo de juego:
no hay límites y las normas las ponemos nosotros."

Un fuerte abrazo.

Baruk dijo...

Gracies Edu por recordarmelo. Muchis


Publicación 2006
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.